Espiritualidad

Estamos a 50 km de Santiago. Cada río, cada ladera arbolada, cada bosque cubierto de musgo nos acerca inexorablemente al final. Son nuestras piernas las que, paso a paso, nos llevan a esa meta borrosa que se hace cada vez más presente. 

Galicia se presenta como una sucesión interminable de pueblos de piedra, montes repletos de vegetación, gente amable y caminantes. El Camino aquí se dibuja entre cruces, son cada vez más numerosas. La marcada espiritualidad de la zona se hace palpable incluso en los hórreos que salpican el sendero con sus cruces. La tierra desprende algo antiguo, las piedras parecen más inmóviles que nunca, como si llevaran ahí siglos. La mayoría de ellas, de hecho, lleva ahí siglos. Cuando llueve el paisaje se convierte en un escenario bajomedieval en el que se hace casi real la posibilidad de encontrarse con un cruzado en caballo blandiendo su espada contra algún mal invisible. 

  

Anoche hablamos de espiritualidad, no necesariamente religiosa. Reflexionamos sobre la cantidad de cosas que hemos dado por inválidas en Europa, esas otras dimensiones del cuerpo y el alma que gran parte de nosotros rechazamos de plano. En Brasil aún están muy presentes, forman parte del día a día de muchos de sus habitantes.

Ahora escribo con su cabeza apoyada en mi pecho. A veces nos cogemos de la mano en el camino. Cualquier excusa, cualquier foto, cualquier parada es buena para fundirse en uno. Nos hemos contado cosas que no le habíamos dicho a nadie. Lloré cuando me dijo que mis cicatrices le gustaban tanto como el resto de mí. Él lloró también. Ninguno de los dos esperábamos esto aquí. Y, sin embargo, hace cuatro días que caminamos juntos. Hoy nos separaremos para llegar mañana a Compostela solos. Creo que así es como debemos hacerlo. 

Sigo siendo yo el que camina, el peregrino ateo. Pero cómo no creer en la espiritualidad del ser humano cuando él, con sus ojos miel, ha conseguido meterse bajo la piel y hacerse un hueco en mi pecho.

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